Por Martín Sacán
La profesora de quinto grado me reta. Me preguntó algo y no supe contestar. Estaba distraído hojeando la revista de autos que llevo conmigo a todos lados. Tengo 10 años y solo miro las fotos. En varias un tipo canoso dobla a toda velocidad. Su trabajo es probar autos y yo no puedo creer que exista algo así.
Siete años después tengo que decidir mi futuro profesional. Con 17 años estoy acostado en la cama de mi habitación, Buenos Aires, Argentina. En una mano la Guía del Estudiante 2003, en la otra la revista Auto Test. Ahora ya la leo atentamente. La misma persona, esta vez manejando un BMW M3 de ensueño. Probar autos como él, eso quiero yo.
Mezcla de azar y búsqueda, cuatro años más tarde subo las escaleras de Ituzaingó 648, barrio porteño de Barracas. La vieja redacción de Motorpress Argentina. Es mi primer día de trabajo y tengo que escribir notas en una web embrionaria. Año 2006. Si giro mi silla 180 grados, una mampara transparente me deja verlo en su oficina: Carlos Figueras tipea en su computadora.
Desde que tengo memoria mi viejo me habló de él. Un prócer fierrero. Siempre manejó siguiendo sus consejos, que leía en las diferentes revistas que tuvieron su pluma. Antes de que yo siquiera llegara a mirar por la ventanilla del asiento trasero, los viajes en familia ya seguían los derroteros plasmados en sus crónicas.
Para varias generaciones de lectores de revistas del palo, Figueras inventó los viajes en auto por Argentina. Un estilo, una forma de.
Entonces, decía, corre 2006 y es mi primer día de trabajo. Lejos quedó la Olivetti en la que martilló las primeras crónicas de la legendaria revista Corsa en la década del 60. También la Fórmula Uno del 70 que cubrió desde Europa, cuando se cruzaba a los pilotos en los pasillos de los hoteles. Ya fundó una revista, batió récords y acumula varios millones -literal- de kilómetros de ruta.
Lo miro: cigarrillo encendido -fumar en la editorial está prohibido-, espalda encorvada, el aire acondicionado en nivel Polo Norte y el control remoto sobre su escritorio para que nadie lo cambie. Cabellera blanca que supo ser pelirroja, de ahí que le digan Colorado o Colo. Yo jamás lo llamaré así. Para mí fue, es y será, simplemente, Figueras.
Al principio el trato es seco y cordial, mínimo. Él juega en primera y comanda junto a Matías Antico la mejor revista de autos del país. Al poco tiempo consigo el pase e ingreso a Auto Test para trabajar bajo su órbita. ¿Tanto voy a hablar de mí en una nota que pretende ser un homenaje? La respuesta es sí. Esta vez sí.
Desde que Figueras murió hace más de un año anoto recuerdos. En bares, trenes, aviones. Flashes, frases, detalles cotidianos de casi una década de trabajo compartido entre 2006 y 2015. Quiero dejar asentado algo que de cuenta de la estatura profesional de un tipo que no solo reinventó el periodismo de pruebas de autos en Argentina, sino que fue leído con fruición durante más de medio siglo.
Parece un dato más, pero no lo es: en un país que puede tener cinco presidentes en once días, una persona vivió de probar autos durante 56 años.
Figueras fue el periodista de autos más importante de Argentina. Pero no solo por todo lo que hizo arriba de ellos y en el mundo editorial, que fue mucho, sino por cómo fue leído por sus seguidores. Devoción, fanatismo e identificación. Bastaba recorrer unos cientos de kilómetros de país con él para comprobarlo. Por eso creo que con él murió no solo un personaje irrepetible, sino el último tester de la vieja escuela que seguía en actividad, uno formado por los pioneros de la profesión, a quienes a su vez superó y perfeccionó en el fino arte de probar un auto y trasmitirlo.
Este texto ya se transformó demasiadas veces. Es hora de dejarlo ir. Pretendió ser una nota más aséptica, acaso una necrológica, lo típico, ya saben. Pero la primera persona fue ganando la partida y las infinitas aristas del personaje hicieron que esto termine más bien en un relato coral. Qué más da. Después de todo, solo se trata de una despedida. Ni más ni menos. Una carta de despedida, sí, pero también de agradecimiento. Allá vamos.
Nace una pasión
La infancia temprana de Figueras trascurrió en el microcentro de la ciudad de Buenos Aires, y fue allí, desde la puerta de la zapatería de su abuelo (Isidro, inmigrante catalán) ubicada en las calles Reconquista y Tucumán, donde comenzó a prestar atención a lo que sería el objeto de su vida: los autos.
Ese primer encuentro tuvo como protagonistas a los enormes modelos estadounidenses que a principios de los cincuenta poblaban las calles: Dodge, Hudson, De Soto, Plymouth, Oldsmobile, Pontiac, Buick, Lincoln, Mercury, Nash y Cadillac, entre otros. Una Buenos Aires en blanco y negro.
Como recordó en su libro Autovivencias, el ruido del tranvía que subía por la calle Tucumán se combinaba con el desafío de identificar cada modelo, mientras jugaba con los Dinky Toys, unos autitos metálicos que su papá le conseguía a través de un colega que viajaba regularmente a Inglaterra.
Fue en un británico Vauxhall de 1952 de su tío donde todavía siendo un niño se sentó por primera vez detrás del volante para imaginar que conducía. Un auto al que recordaba, en un estilo muy suyo, sin ningún tipo de nostalgia y apenas como “insulso”. Y siempre agregaba un detalle: las ventanillas se abrían y cerraban directamente desde el vidrio, sin manija alguna.
A los 11 años se mudó al barrio de Devoto y profundizó el gusto por las cuatro ruedas. Empezó a escuchar el Gran Premio de Turismo Carretera y se familiarizó con zonas de Argentina -Minas Capillitas, Cuesta de Miranda, El Portezuelo- a las que luego volvería una y otra vez probando autos. Fueron años de noches enteras pegado a la radio, siguiendo el recorrido de aquellos bólidos que lo desvelaban y lo impulsaban a asistir al colegio sin dormir.
Su primera experiencia al volante fue para el olvido: en una IKA Estanciera de 1957 se subió a una vereda en Moreno, provincia de Buenos Aires, y chocó contra un poste. Aprender a manejar llegó de la mano de un Flying Standard de 1947, un auto inglés fabricado por la Standard-Triumph al que calificaba de “famélico pero noble”. Para ese entonces escuchar las carreras ya no era suficiente, había llegado el momento de viajar como sea a verlas.
Si existe eso de estar en el lugar indicado en el momento indicado, ahí estuvo Figueras a principios de 1966. La prestigiosa Editorial Abril estaba por lanzar una revista de automovilismo que se convertiría en un mito y buscaban talentos. Él trabajaba en una agencia de publicidad y se presentó a la entrevista, y para que lo evalúen se ofreció a cubrir periodísticamente la próxima carrera en Capilla del Monte, a la que iba a viajar como entusiasta.
Tipeó la nota a puro instinto en una Olivetti Lexicon 80, en una época en la cual el periodismo no se enseñaba en ninguna escuela. Cuando se la corrigió el director de la inminente publicación, Raúl Burzaco, le dijo que estaba bien, y agregó algo que jamás olvidó en toda su carrera profesional: para escribir, lo simple es mejor que lo complejo. Con 19 años Figueras pasó a integrar el staff oficial de Corsa, y de ahí en adelante, y por más de medio siglo, aplicaría ese mantra cada vez que se sentara frente a la hoja en blanco.
Influencer non-stop
“Carlos, lo sigo desde la época de Corsa, un honor”, dice un hombre que se acerca a la mesa donde estamos almorzando, provincia de Córdoba. “¡Maestro! ¿Y? ¿Cómo anda la máquina?”, interroga el empleado del peaje desde la cabina. Viajamos rumbo a Santa Fe. “Tengo toda la colección de Road Test y Auto Test, qué sorpresa conocerlo”, suelta un parroquiano en una vieja pulpería de San Antonio de Areco. Y así.
Son varias generaciones de entusiastas de los autos los que siguieron a Figueras. Desde los adolescentes de la década del 60, cuando empezó a probar autos, hasta los jóvenes de hoy, en un arco que en la actualidad comprende a personas de entre veinte y más de setenta años. De varias generaciones también son los testers que formó y los periodistas del sector que lo tienen como un referente. En esa me anoto.
La lista es muy larga, pero el caso más paradigmático es el de Matías Antico, quien lo conoció en una estación de servicio -el ACA de Canals- en 1992, cuando tenía 16 años y era su ídolo. De ese encuentro se fue con apenas una calco, pero años después le tocaría la puerta de la redacción para dar inicio a casi 18 años de trabajo compartido, en la que terminaría siendo acaso la dupla más ambiciosa y respetada de pruebas de autos en Argentina. “Conocer al Colorado para mí fue como conocer a Mick Jagger”, resume Antico.
Del otro lado, entre los pura y exclusivamente admiradores, no se me ocurre mejor ejemplo que mi viejo, quien tiene 72 años y a quien con motivo de esta nota le mandé un WhatsApp preguntándole si se acordaba cuándo empezó a leer a Figueras. Desde Buenos Aires, me respondió lo siguiente:
“Mirá yo lo leo desde los primeros años del secundario en Corsa. Luego continuó como la parte deportiva de Parabrisas, hasta que el Colo se abrió e hizo Road Test, todo un acontecimiento periodístico porque un colgado desafiaba a las editoriales de la época”.
Nótese que dice “El Colo” como si fueran amigos de toda la vida. Pero mi parte preferida sin duda es la que viene ahora. ¡La precisión del recuerdo!
“Ya estábamos casados volviendo del estudio de Lavalle para casa, y en el kiosco de Callao entre Santa Fe y Arenales, vereda par, vi el N°1 de Road Test y la compré (504 cola nueva y creo que caja de 5ta). Más adelante en la época de Auto Test se la compraba al kiosquero de enfrente del estudio y me la subía Roberto, el portero, el mismo día que llegaba al kiosco. Después me suscribí y como la recibía diez días tarde me quejé, y así fue como contacté a Vane Vega reclamándole. Después te cruce a vos con ella y ¡bingo!, cuando entraste a la editorial dejé de comprarla porque ya la traías vos”.
Gente que tiene la cronología de su propia historia con las publicaciones que lo tuvieron a Figueras como eje. ¿Se entiende el nivel? Una legión de seguidores que, créanme, están por toda la Argentina y más allá. Me acuerdo que una vez en una cena le conté a mi viejo algún roce o diferencia que había tenido, algo propio del laburo cotidiano simplemente, y casi me atraganto cuando ¡lo defendió a él!
Pero las sorpresas no terminan nunca, y hace un par de días, mientras cerraba esta nota, se presentó al tour que organizo en Berlín un chico de Argentina. Alfredo, 33 años, de Santa Fe. Durante el break me contó que era lector de la revista, que todavía las colecciona y que una vez decidió acercarse a La Rambla, bar de cabecera de Figueras, solo para saludarlo. “Es el día de hoy que me sigue encantando leer sus pruebas”, me dice mientras caminamos por el centro de la capital alemana. A veces todo esto parece una gran obra de teatro.
De profesión, atorrante
Figueras lo decía siempre: Corsa era como un club. Ahí trabó amistad con sus compañeros de redacción -gigantes como Germán Sopeña o Enrique Sánchez Ortega- y llevaba una vida de película. Con apenas 20 años escribía en una de las revistas más prestigiosas, cobraba buena guita y se daba la vida de atorrante porteño: chicas, amigos, boliches y preparar algún que otro auto para correr. El sueño del pibe.
Incluso el día que tenían libre iban a la redacción, que ya era un punto de encuentro para los más variados temas de charlas; de hecho, contaba que usaban el teléfono de la empresa para combinar las citas con las muchachitas de turno. Vivían por y para los autos, vivían por y para pasarla bien.
Una idea de esto me la dio cuando en 2018 le dije que me iba a ir a vivir a Alemania. Yo ya no trabajaba con él, y me contó que una vez casi se muda a tierras germanas. Le habían ofrecido abrir la oficina de Opel en español, pero puso en la balanza: primer mundo o los amigos, Mau Mau -lugar top para ir a bailar en Buenos Aires- y la noche porteña. Eligió lo segundo. Y no se arrepentía.
En aquellos años locos de juventud, la fiebre por subirse a un auto de carrera era total. Asistía como espectador a las picadas de autos en La Biela, el bar de Recoleta donde se juntaban grandes pilotos que él observaba obnubilado, como Paco Mayorga. Con el tiempo corrió un Gran Premio de Turismo con un Isard T700, en 1966, y más adelante también lo hizo con Fiat 128, Peugeot 404, Renault 12 y Fiat 1600, solo por mencionar algunos. “Soy un corredor frustrado”, decía a veces medio en broma medio en serio.
Pero de esta época hay un hecho que me interesa destacar, y es que a fines de la década del 60 Peugeot entregó a Corsa un 404 para una prueba de larga duración, de 50.000 kilómetros. Fue en ese vehículo donde Figueras perfeccionó su manejo, castigándolo de maneras inimaginadas y, según siempre recordaba, obsesionado por la maniobra de “punta y taco” que había leído en un libro de Piero Taruffi sobre conducción deportiva.
Viéndolo a la distancia, tal vez ese pueda ser considerado el momento cero de su carrera como tester. Todo un hito, porque a partir de ahí Figueras va a probar autos y escribir sobre ello ininterrumpidamente por los próximos 56 años, hasta el día de su muerte. No solo nadie en Argentina recorrió tantos kilómetros probando autos, sino que nadie lo hizo como él: a fondo y en condiciones de extrema exigencia, en una época en la cual la conciencia en materia de seguridad vial no existía.
Figueras no inventó las pruebas de autos en Argentina, pero las llevó a un nuevo nivel. Las redefinió a fuerza de innovación e infatigable trabajo. Encarnó como nadie la figura del tester, dotó a la actividad de una rigurosidad que antes no tenía -era un obsesivo de las mediciones y establecer puntajes- e hizo de todo eso un medio de vida sostenible en el tiempo. Logros doblemente valiosos en un país como Argentina, pero que no alcanzan por sí solos a explicar que haya sido el periodista de autos más importante del país.
¿Por qué? Porque el verdadero poder de Figueras radicó en cómo atravesó a sus lectores, en cómo interpeló a varias generaciones que vieron en sus notas una manera de contar que lo ponía a uno, lector, justo ahí detrás del volante. Con un lenguaje simple y directo, moviéndose sobre la tensa línea que va de lo técnico a cantarte la justa. Pero ojo, que no se trata solo de autos: los textos de Figueras también fueron leídos en clave de aventuras por adolescentes y no tanto que construyeron, así, mundos que pasaron a formar parte central de sus vidas y anhelos.
Animal de redacción
–¿Para cuándo necesitás la nota Figueras?
–¡Para ayer!
Los ocho años que Figueras fue mi jefe en Auto Test los considero los más importantes en mi formación como periodista de autos. Por supuesto no fue el único en dejar enseñanzas, pero no hay curso, escuela o universidad que te pueda transmitir lo que un viejo lobo de redacción atesora y generosamente te comparte. Por eso, eterno agradecimiento.
De movida me sorprendió que no bajaba línea. No te decía hacé así o asá, ni te daba lecciones de nada y mucho menos de moral. Él te daba un par de oportunidades y te leía a pura intuición, en una extraña mezcla de oficio y ruta. Te junaba un par de veces en un par de situaciones y sabía para qué estabas.
También me impactó su brutal pragmatismo. Un tipo que no se lamentaba ni un segundo más de lo necesario por nada. Como si siempre estuviera mirando tres casilleros más adelante. Si te equivocabas te lo marcaba y listo, a seguir laburando. Si te mandabas una cagada más grave, puteadas, varias, y ya. De frente, sin anestesia ni rencores posteriores.
Era alguien que te citaba a las 7 de la mañana en un puente a cien kilómetros de Capital, llegabas 7.03 y ya te estaba esperando con cara de estoy acá hace media hora. A veces me daba la impresión de que se iba a dormir queriendo despertarse y ya estar arriba del auto.
Una vez, tras años de ahorrar dinero, decidí que me quería ir a recorrer Europa. Pero no me quería ir solo quince días, y maquiné semanas enteras qué pasaría al decirle. Lo que pasó:
–Figueras, decidí que me voy a tomar un mes de vacaciones porque…
–Hacé lo que se te cante, es tu vida. Pero déjame las notas o no vuelvas.
A Figueras le caías bien o mal. No había punto medio. Era impaciente y se fastidiaba rápido. Tenía fama de difícil, algo que personalmente no experimenté. Fue una gran cosa haber caído del lado de los del bien, porque eso abrió la puerta al privilegio de compartir casi una década de trabajo entre pruebas de autos y viajes, además de conocerlo desde el otro lado del papel.
Es curioso, pienso ahora, pero entre las personas que compartimos aquella redacción él siempre fue un tema de conversación. Sus opiniones sin medias tintas, incluso sus contradicciones. Una institución del rubro que sin proponérselo funcionaba como centro de gravedad de charlas y debates.
Unas semanas después de su muerte me llamó Miguel Tillous, con seguridad la persona que más kilómetros recorrió -desde 1986- en la butaca derecha del Colorado, y me dijo algo que grafica esto a la perfección:
-Che, ¿te das cuenta de que murió Figueras? ¿De qué vamos a hablar ahora, me querés decir?
Periodista rockstar
No hay mucho para analizar: en los 60s y 70s en Corsa la rompió. Antes de los treinta años ya cubría la Fórmula Uno en Europa y en 1969, con 23 años, fue el enviado especial a cubrir las 84 Horas de Nürburgring en Alemania, competencia considerada una epopeya nacional por la actuación de los Torino comandados por Juan Manuel Fangio y Oreste Berta.
Un momento histórico del automovilismo argentino donde su mirada filosa resonó por primera vez. Figueras fue la única voz crítica de la llamada Misión Argentina, por la sencilla razón de que para él el equipo hizo las cosas mal, y de haberlas hecho bien el Torino podría haber ganado y no terminado cuarto detrás de vehículos de menor cilindrada y potencia. Así lo escribió y publicó.
La cuestión escaló a punto tal que desde IKA Renault llamaron a Editorial Abril amenazando con que si no reemplazaban al enviado iban a retirar la publicidad de Corsa y de todas las revistas del grupo. Fue el presidente de la editorial en persona, César Civita, quien decidió apoyar a ese joven de 23 años y comunicar que no iba a ser reemplazado. Se había jugado la cabeza, y le había salido bien.
Quedaba en evidencia la que sería una constante en la vida profesional del Colorado: ir a fondo en sus convicciones y publicarlo, le guste a quien le guste.
De ese viaje es una de mis anécdotas preferidas, no solo por la historia sino por cómo la contaba, imitando la voz del mismísimo Juan Manuel Fangio. Resulta que un día el Chueco de Balcarce, que ya estaba retirado, lo invitó a dar una vuelta al Infierno Verde, pista que conocía como nadie ya que allí consiguió su quinto título del mundo de F1, en una carrera que es considerada por muchos la mejor de la historia.
El vehículo elegido fue el Mercedes-Benz V8 que la marca le había dado a Fangio para su uso personal en Alemania. La experiencia lo impactó: Fangio se sabía de memoria las infinitas curvas, y las iba relatando anticipadamente mientras manejaba con movimientos suaves pero absolutamente a fondo y a un ritmo demencial que lo dejó sin aliento, tanto a él como a su entrañable amigo Rodolfo “El Mono” Pisani, quien también formó parte del histórico momento.
En la siguiente entrevista que le hicieron en el programa Autotécnica lo cuenta y sí, ¡también imitó la voz de Fangio! Se puede ver debajo y la entrevista completa se puede buscar acá.
¿El auto? Alemán
Una de mis primeras salidas con él fue en un BMW -marca de sus amores- Serie 3 que estaba probando. Fui de acompañante para asistirlo en la medición de algunos datos. Alguna falla tenía esa unidad porque después de un poco de exigencia se encendieron todas las alertas del tablero y la caja automática empezó a funcionar mal. No había caso, y lo que era sorpresa pasó a preocupación.
Agotadas las opciones, con un poco con mentalidad millenial, le dije apagalo, esperemos un rato y arrancalo de vuelta. Cuando lo puso en marcha todo andaba perfecto. Me miró como si yo fuera un ingeniero de Múnich. “Fue de pedo, eh”, le dije.
Mi primer viaje más largo en auto con él fue de acompañante en un Citroën C4 Sedán al autódromo de Rafaela, en Santa Fe. Presté mucha atención a su estilo, veloz y de una fluidez absoluta en sobrepasos. Miraba cuándo aceleraba, cuándo frenada, cuándo rebajaba, quería absorberlo todo.
Al llegar hicimos unas pruebas de aceleración y rendimiento, algunas mediciones especiales de consumo y al día siguiente regresamos. La pasé bomba, pero mi rol en ese viaje fue casi de espectador, por lo que al volver le pregunté para qué había ido. “Por si pinchaba, así cambiabas la goma vos”, me contestó como si nada.
Es que Figueras también fue un gran consuelo para los que somos inútiles con las manos, ya que él mismo reconocía que no se daba maña en absoluto para reparar partes o desperfectos del auto.
En mi opinión tampoco establecía un vínculo emocional con los autos. Creo que su acercamiento siempre fue algo más animal, como un perro que huele algo y va ganando confianza. Le gustaban los que andaban bien. Los probaba y los devolvía. Que pase el que sigue. No puedo imaginar alguien a quien la palabra tester le quede mejor. Si tenía que elegir, se quedaba con los alemanes, con Porsche y BMW a la cabeza.
Otra cosa que me llamó la atención es que no guardaba ninguna nostalgia por los autos del pasado. No le importaban los vehículos clásicos en general, y tampoco los íconos nacionales como Torino, Chevy o Falcon, aunque sí recordaba perfectamente cómo andaban (¡los probó a todos!). Sin contar su última adquisición, un Fiat Coupé blanco que siempre le encantó, incluso sus autos personales solo fueron resultado de buenas oportunidades de compra y nada más (Peugeot 504, Fiat Duna, Fiat Tempra, Honda Civic).
De sus obsesiones al volante, la primera y más conocida es ser un “never-stopper”, alguien que en un viaje largo solo se detiene a cargar combustible (ni cafecito ni nada). Adentro del auto era espartano: cigarrillos, tal vez un CD para escuchar música, botellita de agua y nada más. Nada suelto, nada de comer. Como se podrán imaginar, todo un personaje.
Codo a codo con los pilotos de F1
En los años setentas se convirtió en enviado especial para cubrir la Fórmula Uno, hecho inseparable de la llegada de Reutemann a La Máxima. Permanecía por lapsos de un mes o mes y medio en Europa, tiempo que le permitió conocer otro mundo y ampliar horizontes en una época en la que viajar era algo fuera de lo común.
De esos años es otra de mis anécdotas preferidas, que tiene que ver con cómo era cubrir la F1 en ese momento. Por ejemplo, para el GP de Österreichring, en Austria, se alojó en una casita y en la habitación contigua dormía Peter Revson ¡piloto McLaren de F1! Al compartir desayuno entablaron algunas charlas, y el día de la clasificación, cuando Figueras estaba por subirse a su Opel Commodore para ir al circuito, Revson le pidió educadamente si por favor lo podía alcanzar ya que sus choferes estaban demorados.
Otra vez fue el mismísimo Bernie Ecclestone, por intermedio del sanjuanino Ricardo Zunino (amigo de Figueras y que en ese momento corría en F1 con Brabham), quien durante el GP de Francia le consiguió una habitación en un hotel, ya que estaba todo agotado ¡Bernie Ecclestone!
Los pormenores de cubrir para Argentina una carrera en Europa en los 70s hoy parecen ciencia ficción. Sin internet claro, pero tampoco había celulares, notebooks ni comunicación satelital. Para redactar llevaba una máquina de escribir portátil -una Olivetti Lettera 22-, y una vez terminada debía recurrir al télex (una máquina para enviar mensajes electrónicamente, que luego fue sustituida por el fax) o al teléfono, siempre con una operadora de por medio.
Pero lo verdaderamente increíble era lo de las fotos. Las imágenes las tomaban el viernes en los entrenamientos o a más tardar el sábado en la clasificación. Después corría al aeropuerto más cercano -Frankfurt, Orly, Heathrow- y esperaba en el mostrador de cualquier compañía que volara a Buenos Aires. Cuando los pasajeros empezaban a llegar tenía que determinar cuál podía ser el indicado y convencerlo de que llevara consigo el sobre con los rollos de fotos, y que al llegar a Ezeiza una persona de Corsa lo iba a estar esperando.
En su libro agrega un detalle gracioso: “Una vez elegido el ‘correo’ había que explicarle que lo que le entregábamos eran rollos de fotos y no clorhidrato de cocaína”. A su favor tenía que Corsa era una revista muy popular, que vendía hasta ¡100.000 ejemplares por semana! Lo más increíble es que a pesar de semejante operativo solo una vez el material no llegó a tiempo. Buscala al ángulo, Google Drive.
Hechizado por la Patagonia
Finalizada la etapa de Corsa, a principio de los ochenta Figueras vendió autos en Córdoba y hasta tuvo un restaurante en Bariloche. Me acuerdo que siempre contaba que un par de mozos le robaban los lomos tirándolos a la basura envueltos en papel de diario, y después rescatándolos afuera. El parate fue muy breve, y para 1984 ya formaba parte de la revista Parabrisas en calidad de editor.
Entonces se empezó a gestar el Figueras de los récords de velocidad y permanencia y los operativos especiales. Los primeros, inspirados en lo que se hacían en Europa. Solo decir que en Argentina todavía se ven muchísimos Fiat Duna con un adhesivo en la luneta que dice “17 Récords Continentales – Confiabilidad Total”. Bueno, Figueras.
Siguieron otros récords con Ford Orion y Peugeot 306, y fue a fines de los 80 que dio inicio a una tradición a la que felizmente me pude sumar muchísimos años después: los operativos especiales. En aquella ocasión fue con tres Ford Escort y recorrieron la mítica Ruta 40, en 10.000 kilómetros de aventuras cuando encarar semejante travesía era cosa de valientes nada más.
El imán de Figueras con la Patagonia venía de antes, más específicamente de su primer viaje en 1969 a bordo de aquel Peugeot 404 de Corsa. A partir de ese momento, su vida rutera podría verse como el regresar una y otra vez a aquellas infinitas rectas y cielos dramáticos. Sin proponérselo, debe ser de los periodistas que más hicieron por dar a conocer esa porción de Argentina, especialmente en sus sectores más inhóspitos.
Figueras era un tipo que no le daba vueltas a nada. Ahora mismo no diría gran cosa, sino más bien algo como: “Estoy muerto boludo, cerrá la nota y ya”. Sin embargo, al hablar de la Patagonia aparecía en él un tratar de entender tanto magnetismo, como si algo trascendental se jugara ahí. Realmente se quedaba sin palabras al hablar de esos paisajes monótonos y sin fin, considerados vacíos por tanta gente pero cargados de tanto para él.
Recuerdo un regreso desde Ushuaia a Buenos Aires en tres Peugeot 408. En una de las paradas en una estación de servicio, después de días y días de manejo, le pregunté qué música venía escuchando. Éramos cinco personas en tres autos y él venía solo. “Nada che, vengo sin música”, me dijo desinteresadamente. Ahí entendí lo que acelerar un auto en una recta patagónica significaba para él.
Figueras era un tipo que si había un viaje a Estados Unidos lo delegaba rápidamente (yo, feliz), pero si había uno a la Patagonia, marítima o cordillerana, se subía sin importar el auto. Eso no era lo normal en el resto de los medios, donde los directores como él asignaban a algún redactor de confianza los viajes menos confortables. Un BMW, un Fiat Siena o un VW Gol Trend, todo valía cuando de ir al sur se trataba. Algún tramo de la Ruta 3 o la Ruta 40 debería llamarse Carlos Figueras.
De viajes y audios clandestinos
Ingresar al equipo de operativos especiales para mí fue un segundo sueño cumplido. Viajes de más de 5000 kilómetros por el país probando autos en test de larga duración. Una especie de cofradía rutera de la que había escuchado hazañas propias de libros de cuento. Nunca me voy a olvidar esa sensación: todavía de noche en la ciudad, la gente aun en sus casas antes de irse a trabajar y nosotros arriba de los autos con la proa a donde sea: Bariloche, Puerto Madryn, Salta, Jujuy, La Rioja. Podíamos hacer hasta 1600 kilómetros en un día.
Pero digámoslo: salvo su mesa chica, nadie quería viajar con Figueras en un viaje comandado por él. Imponía un ritmo difícil de seguir. Para mí era una leyenda y no podía perderme esa oportunidad, y en esos viajes disfrutaba mucho las charlas en las cenas, el único momento de relax total. Sus historias eran inagotables, a punto tal que una noche sin pensarlo demasiado hice lo que un periodista jamás debe hacer: lo grabé a escondidas y sin preguntarle.
Nunca volví a escuchar esos audios, y cuando quise hacerlo para escribir este texto me di cuenta de que estaban en una computadora que me robaron. “Te salvaste”, pensé, aunque no del todo, porque se ve que la grabación clandestina se me hizo vicio y días atrás en un disco externo encontré un archivo que contiene el registro de un típico día de pruebas.
Entonces ahora sí, nueve años después y sentado en un café en Berlín, me doy el lujo, aprieto play y en un segundo viajo a Duggan, en la provincia de Buenos Aires. Al almuerzo común y corriente de una jornada de pruebas de autos común y corriente, a la parrilla rutera que era su favorita, al silencio del mediodía, a los pajaros que se escuchan de fondo y los perros alrededor durmiendo la siesta, que no se escuchan pero los puedo ver como en una foto.
Sé que al propio Figueras le importaría poco mi pecado y diría algo así como “hacé lo que se te cante el orto” (frase muy suya), pero así y todo no transcribiré -casi- nada de los 35 minutos de esa grabación con fecha en octubre de 2014. Solo diré que fue una típica charla con él, que osciló de cuando lo echaron del colegio y sufrió la peor humillación frente a su padre, a los chapones de los autos y cómo influyen en la seguridad, y de la historia de un funebrero que llevaba los cadáveres vestidos en el auto para no pagar impuestos por traslado, a la votación del auto de año que se avecinaba.
Eso sí, hubo un momento que yo recordaba perfectamente por cómo me impactó en su momento, aunque no me acordaba que hubiese sido ese día y en esa charla. Y fue cuando ante Miguel Tillous, Marco Pérego y yo, quienes estábamos presentes, contó que su madre vivía, que tenía 91 años y que hacía 28 no la veía. Yo me quedé helado. Y agregó: “Para mí en el mundo hay gente buena, gente hija de puta y gente loca. Y mi vieja no está en la lista de la gente buena”. Postre y la cuenta, por favor.
Figueras puro y duro
Los operativos especiales rápidamente se volvieron mi parte favorita del trabajo. Viajar, manejar, conocer lugares y escribir, ¿qué más se puede pedir? Pero como en cualquier trabajo no todo es maravilloso. Lo dicho: seguirlo a Figueras podía ser demoledor. Miles de kilómetros de un saque, brevísimas paradas para repostar y de almuerzo ni hablar. Mucho menos hacer turismo. Tanto que sus antiguos compañeros le decían “pelito mojado”, porque cuando llegaban al hotel él ya estaba duchado y con un trago en la mano esperándolos.
Mi límite fue en aquel viaje a Ushuaia, una travesía que hoy recuerdo con cierta nostalgia, pero que para mí marcó un antes y un después. Viajamos durante tres días completos desde Buenos Aires a su ritmo. Recuerdo un día que llovió con viento cruzado durante 700 kilómetros. Hasta ahí, parte del juego.
El plan original era hacer dos noches en Ushuaia y volver a Buenos Aires, pero el cruce a la isla (Tierra del Fuego) se demoró por mal tiempo. Al finalmente llegar a Ushuaia y terminar la sesión de fotos avanzada la tarde, Figueras dijo la frase que nadie quería escuchar: «Volvemos mañana». Con Tillous nos miramos. Sí, menos de 24 horas en Ushuaia y otros tres días para volver. De psiquiátrico.
Cuando llegué a Buenos Aires me sentía mal físicamente. Al otro día fui a la redacción indignado. Él estaba impecable en su oficina escribiendo quién sabe qué porque encima la nota la iba a escribir yo. Me detuve a la distancia y lo vi como un Dr Jekyll y Mr Hyde. Este tipo está loco, pensé. Todo era verdad, había sufrido al mito Figueras en carne propia. Me prometí nunca más hacer un viaje a ese ritmo.
Debo reconocer que, a su favor, y a diferencia de lo que pasaba en medios de la competencia, cuando viajabas con él dormías y comías en buenos lugares. “Lo mínimo que podés hacer después de 1000 kilómetros por día en auto es morfar y dormir bien”, repetía siempre.
Por eso cuando me tocó a mí organizar un operativo especial apliqué la misma filosofía. El detalle fue que, al rendir los gastos, para la empresa no era lo mismo que un buen vino lo pida Figueras a que lo pida yo, motivo por el cual me llamaron la atención. Con cierta inquietud fui a su oficina a contarle la situación. Me escuchó sin dejar de tipear en la computadora. Después giró en la silla, me miró por arriba de los lentes y me regaló una lección que cada tanto recuerdo: “Que no te rompan las pelotas, flaco”.
Road Test, sueño cumplido
Luego de la experiencia en Parabrisas, a fines de 1990 Figueras fundó Road Test, una revista especializada en pruebas de autos que se convertiría en referente. Es exactamente aquí cuando empiezan mis recuerdos, encontrar la revista por la casa, mirar las fotos una y otra vez, esperar el número siguiente para pegar en la pared de mi habitación el póster que incluía.
En el afán de ir más allá y buscar nuevos desafíos los operativos especiales alcanzaron ribetes épicos. Así, en 2004, llegó al insólito récord que el propio Figueras calificó de una locura que jamás volvería a hacer: un viaje desde el extremo sur de Argentina hasta el extremo norte sin parar. Más de 4300 kilómetros non-stop desde Ushuaia a La Quiaca, lo cual significa que una vez cumplido su turno el conductor se iba a dormir…¡al asiento trasero del auto! A esto hay que sumar los tramos de enlaces desde y hacia Buenos Aires, en lo que dio un total de más de 10.000 kilómetros. Las unidades: dos humildes Fiat Palio.
En 1998 la editorial alemana Motorpress adquirió Road Test, y la publicación pasó a llamarse Auto Test, siempre bajo dirección de Figueras, que un par de años después tuvo que timonear la crisis de 2001. Me acuerdo de ese ejemplar crítico, sin un solo anuncio publicitario y con poquísimas páginas. Pura resistencia editorial ante la peor crisis de la historia argentina. Por si le faltaba algo también sumó incursiones en radio y en televisión, esto último con el programa Tester Los Profesionales, emitido por El Garage TV y nuevamente junto a Antico.
Cuando pude concretar mi debut en la revista y al fin conocer este mundo por dentro, rápidamente me di cuenta de que en la redacción se respiraba un espíritu lúdico y libre que evidentemente venía de toda una tradición. Me acuerdo que una vez hablando con Martín Simacourbe -otro alumno Figueras-, me dijo: “Las redacciones son como son las personas. Esta es así porque Figueras es así”. Y era verdad.
Un llamado a su oficina podía ser para apurarme a entregar una nota, subirme a viajes increíbles del tipo ir a Gales a probar la última Land Rover o recibir encargos como: “Mañana está el auto y tenemos cuatro días antes del cierre para hacer Bariloche-Esquel-Madryn-Bs.As y tener la nota, ¿te ocupás?”. El cielo profesional.
En mi biblioteca de recuerdos acústicos todavía tengo el tintineo de las llaves colgando del cinturón y el ruido del piso cada vez que se paraba y venía caminando hacia nuestro box. Había dos opciones: pedía algo o tiraba sobre la mesa el tema más random que se pueda imaginar, solo para charlar: deporte, política, historia, viajes, actualidad, cualquier cosa.
Un día me contó que sufría de “cluster”, unos dolores de cabeza terribles que para mí se convirtieron en una buena noticia, ya que gracias a uno de ellos lo reemplacé en un viaje a Francia al Salón de París y después a manejar un Alfa Romeo que era novedad mundial. Llamado a la oficina:
-Estoy con este dolor de mierda y me tengo que ir a Francia. Escuchame, ¿vos podés viajar?
-Ya tengo la valija hecha.
-Bueno, tomátelas antes de que me arrepienta.
Jamás pude imaginarlo sin trabajar, y sinceramente no recuerdo que se fuera de vacaciones. Decía que después de una semana ya no sabía qué hacer. Muchas veces en Berlín en medio de la pandemia me acordé de él y lo difícil que debió haber sido perder ese lugar de pertenencia que era la redacción. Entonces le tiraba un mensaje por WhatsApp y me contestaba: “¿Y? ¿Ya aprendiste alemán? Mirá que si los turcos pudieron…”.
También me acuerdo el día que renuncié. Después de casi diez años de trabajar a su lado decidí que era el momento de un cambio. Como siempre, me daba inquietud su reacción. “Lo lamento pero te felicito. Te va a ir bárbaro”, me dijo con la generosidad de los que regalan las palabras que uno necesita escuchar.
Como esos buenos libros o películas que tienen múltiples interpretaciones, o como esas canciones que a cada uno le despiertan un sentimiento distinto, así siento que Figueras paso por acá: hay tantas aristas y se lo puede leer desde tantos ángulos que se vuelve inagotable.
Por mi parte, me quedo con el Figueras hacedor, lejos del bronce, en contra de la solemnidad y con un fondo de atorrante que nunca perdió. Su infinita capacidad de ingeniárselas como sea para seguir haciendo eso que tanto le gustaba: subirse a un auto y manejar.
En lo personal, nos teníamos respeto y cariño. Cada vez que pisaba Buenos Aires le escribía para vernos y fue una suerte haberlo hecho también la última vez. Nos juntamos en Posadas y Ayacucho, en un café frente a La Rambla, su bar preferido durante años pero al que ya no iba tanto (“¿viste lo que cobran un feca?, están locos”).
Después me acercó unas cuadras en su Fiat Coupé blanco:
– ¿Me llevás en la Ferrari?
– ¡Ja! Me compré este auto de viejo ridículo porque siempre me gustó, dale subite.
Figueras fue muchas cosas. Cronista estrella en una época de oro del automovilismo, periodista visionario y el tester que redefinió cómo se tenía que probar un auto en Argentina para que el público lo entienda. Para mí, además, fue el tipo de la revista que escondía abajo del pupitre en el colegio, el loco lindo del que mi viejo me hablaba desde que tengo memoria y, por sobre todo, el recordatorio de que los sueños están para cumplirse.
Me gusta que la última vez que nos vimos haya sido en un auto, él al volante y yo de acompañante.
Perdón por grabarte sin permiso. Y gracias por todo, maestro.